(O cómo me convertí en escritor)
Nací en 1975 en La Plata, Buenos Aires, en una familia de clase media de la que sólo puedo decir cosas buenas.
Mi contacto con la literatura empezó con las historietas de Mafalda y Patoruzú, que leía con mis hermanos durante las vacaciones en la costa. Por ese entonces yo tenía nueve o diez años y estaba descubriendo el cine fantástico de la mano de películas como E.T., La guerra de las galaxias, Goonies y otras tantas, y lo cierto es que la literatura “de verdad” —encarnada en las lecturas obligatorias de la escuela— me resultaba aburrida o complicada, y en consecuencia me alejaba de ellas.
Eventualmente, y tras la insistencia de mi padre, leí Viaje al centro de la tierra, y la puerta empezó a abrirse para mí. Fue un proceso gradual, con más libros de Verne, hasta que llegó a mis manos La isla misteriosa, y con ella la perspectiva de lo que un libro podía proporcionarme cambió por completo. Tenía once o doce años y la lectura me marcó de una forma determinante. El libro tenía al principio de cada capítulo una especie de adelanto de lo que vendría y me resultaba imposible parar.
Pero el amor incondicional llegó unos años después, cuando mi vecino Hernán, que era tres años mayor que yo y el genio del barrio, me mostró un día su colección de libros de Stephen King. Yo nunca había visto algo así: portadas con letras gigantescas, ilustraciones coloridas y bellas. Si bien los libros que yo había leído de la colección Robin Hood estaban pensados para ser amigables a los ojos de un niño, eran anticuados y no tenían puntos de comparación con las portadas fabulosas de este escritor que, además ¡eran de terror! Yo había empezado a ver algunas películas de terror con mi primo Julián, y no entendía cómo eso podía funcionar en un libro.
Una de esas vacaciones en la costa le pedí a mi madre que me comprara una novela de Stephen King; no le especifiqué una en particular (no podría haberlo hecho), y ella fue a la única librería local y lo único que consiguió fue un ejemplar usado de Cementerio de animales en unas condiciones deplorables. No era como los flamantes ejemplares de Hernán, pero lo leí de todas formas, y el libro me causó un impacto tan profundo que al día de hoy es uno de mis libros favoritos. No fue solo la historia, sino la confirmación irrefutable de que leer podía ser divertido, tanto o más que ver una película de naves espaciales.
Yo a la derecha leyendo Ojos de Fuego. A mi lado, mi vecino Hernán.
Con Hernán nos comunicabamos por encima de la pared que dividía nuestras casas —el tapial, le decía él—. Yo me paraba sobre un soporte metálico donde se enrollaba la manguera de riego y lo llamaba con un grito moderado. Si no estaba en casa me lo hacían saber sus padres o alguno de sus hermanos; así funcionaba la comunicación en los ochenta, nada de tildes azules. La cuestión es que al regresar de mis vacaciones lo llamé, orgulloso con mi ejemplar decrépito de Cementerio de animales y esperé a que él apareciera del otro lado de la pared. Le dije con suma seriedad y desfachatez que ese que tenía en mis manos era el mejor libro del tal King, que no podía existir uno mejor. Hernán se metió otra vez a su casa y salió al cabo de un momento sosteniendo un librazo de un tamaño descomunal: “este es el mejor” me dijo. Era IT, y es posible que haya tenido razón.
A partir de ese momento entré en un proceso frenético de lectura de King. A IT lo leí un verano del que recuerdo levantarme cada mañana con la esperanza de que sea un día nublado, porque en mi propia recreación de Derry, el pueblo ficcional donde transcurre la novela, el cielo siempre estaba gris. Uno de esos días de lectura inmersiva, cerré el libro y fui directo a buscar una vieja máquina de escribir de mi abuelo y me puse a escribir. Fue algo instintivo y desordenado que me tomé bastante en serio. Estaba en el último curso del colegio secundario y me propuse el firme propósito de terminar una novela. Escribía a mano en una letra diminuta y apretada. Hasta hice una portada recortando imágenes cuando todavía las computadoras personales no estaban generalizadas. La novela inconclusa tenía título en inglés: The red house.
La universidad fue un período de cierto alejamiento de la escritura. Estudié ingeniería civil, sólo porque mi padre era ingeniero y desde chico había dicho que quería estudiar lo mismo, y porque además siempre me gustó la matemática y la ciencia en general. Lo cierto es que disfruté mucho la carrera y el ámbito universitario, especialmente mi nuevo grupo de amigos de todas partes del país. Durante parte de esos años me inscribí en un taller literario y escribí algunos cuentos y una novela corta: El lugar maldito. La realidad es que jamás contemplé la posibilidad de convertirme en escritor y dedicar mi vida a ello, ni siquiera lo soñaba o lo anhelaba secretamente.
En plena crisis del año 2001 empecé a trabajar en una empresa mediana en la capital y después participé en proyectos en algunos países de centroamérica. Yo era joven, el trabajo no estaba bien pago y estaba lejos de mi casa. Recién muchos años después fui consciente del sacrificio de aquellos años. Dejé de escribir por completo y así pasaron dos años. Me pesaba la asignatura pendiente de no haber podido terminar una novela completa.
Tomé la decisión de renunciar y regresé a la Argentina para escribir la dichosa novela, de la que no tenía claro casi nada salvo algunos rudimentos de una posible trama. Nadie en mi entorno sabía de mi afición por la escritura, así que la decisión fue tomada con cierta perplejidad por parte de mis seres queridos, especialmente de mis padres, que igualmente me apoyaron. Yo tenía ahorros para vivir menos de un año y poco sabía de cómo escribir un libro. Además, sabía que dejar mi carrera en stand by podía repercutir negativamente en mi futuro. La presión era considerable.
En menos de un año escribí el noventa porciento de lo que más tarde sería Benjamin, pero tuve que suspender el proceso. Se me estaba acabando el dinero y llegó una oferta de la misma empresa para ir a trabajar a Mexico que no pude rechazar. Me quedé allí cuatro años y conseguí terminar la novela y corregirla. Incluso con el primer manuscrito terminado no se me había cruzado por la cabeza la idea de intentar publicarlo, ni mucho menos ser escritor. Lo único que quería es que lo leyera alguien y me diera su opinión.
He contado varias veces en presentaciones lo que sucedió cuando mi hermano terminó de leer ese manuscrito. Habíamos acordado que no hablaríamos hasta que él lo terminara, y fue cuando le faltaban unas cincuenta páginas que lo esperé en el living de mi casa mientras él leía el final en su habitación. Yo estaba en Argentina sólo de vacaciones y en breve regresaría a México. Mi hermano abrió la puerta, con el manuscrito en sus manos, y su cara me lo dijo todo. Su expresión era de alivio (por no tener que darme una mala noticia), y también de sorpresa. Se acercó en silencio, se sentó enfrente de mí y me dijo lo mucho que le había gustado la novela, sin escatimar en halagos que fueron muy importante para que yo empezara a tener algo de confianza. Y después me hizo una pregunta que yo no esperaba: “Y ahora qué vas a hacer con esto?”
Recién entonces empecé a pensar en publicar el libro. Mi desconocimiento del mundo editorial era tan grande que no sabía por donde empezar; no eran tiempos de redes sociales, así que preguntarle a alguien con experiencia no era una opción. Tal era mi desconcierto que no se me ocurrió mejor idea que ir a un pequeña librería y anotar en una libreta los nombres de las editoriales. Tenía que empezar por alguna parte. Un año después, tuve mi primer golpe de suerte (de muchos), y una agente literaria de renombre se ofreció a representarme y casi de inmediato consiguió mi primer contrato.
Mi primera novela salió publicada en el año 2010 en España, y yo nunca pude verla en las librerías, y de esa forma inusual comenzó mi carrera como escritor, aunque tardaría muchos años en definirme de esa forma. Dedicarse de manera sostenida y exclusiva a la literatura es muy difícil. Cuando me preguntan cómo hacer para publicar un libro, mi respuesta es que lo mejor es no intentarlo. Con eso no pretendo disuadir a nadie, por supuesto, sino reflexionar sobre el hecho de que la publicación de un libro y una carrera sustentable son objetivos que dependen en gran medida de factores que no controlamos, y en consecuencia resulta bastante injusto cargar con esa mochila. La pregunta es incluso un tanto sospechosa, cuando es prematura.
Como dije antes, tuve mucha suerte en momentos importantes de mi carrera. Después de Benjamin publiqué cuatro novelas con la editorial Destino, a la que considero mi casa, y ojalá pueda publicar con ellos algunas más. Y por último, tengo una comunidad fantástica de lectores a los que les estoy eternamente agradecido. Si eres uno de ellos y quieres hablarme, decirme o preguntarme cualquier cosa, mis redes están abiertas y me encantará saber de ti y conocerte.
En 2009 con Stephen King en la presentación de su libro La cúpula
En 2023 con ejemplares de La hija ejemplar